Cuando lo veo caminando por la calle, siempre me parece que está gozando de un descanso, de un descanso total. Nadie lo espera, y él no desea llegar a ningún sitio ni encontrarse con nadie. No. Pasea para estar consigo mismo. Tampoco lo hace por razones de salud. Camina. Camina porque nada lo detiene. Me imagino que si en su camino encontrase un muro alto y extendido no se alteraría en lo más mínimo. Tomaría otra dirección, y si esta tampoco fuese practicable, la volvería a cambiar y seguiría caminando, las manos apenas sacudidas por el movimiento natural de todo su cuerpo y las piernas trabajando sin esfuerzo alguno para alargar o apresurar el paso. No. Su paso es verdaderamente suyo y de nadie más, y no puede ser ni alargado ni acelerado. En reposo, todo su cuerpo es el de un deportista: cuando se mueve, el de un niño disminuido por el gran amor de sus padres. Yo sé que la vida no ha sido una madre cariñosa con él. De haber sido peor, igualmente el señor James Joyce hubiera conservado el aspecto de una persona que considera a las cosas como puntos que rompen la luz para divertirlo. Lleva gafas, y por cierto que las usa desde la mañana temprano cuando se levanta, hasta bien entrada la noche. Tal vez vea menos de lo que se pueda suponer por su aspecto, pero da la sensación de una persona que se mueve para ver. Seguramente no es capaz de combatir y tampoco lo desea. Va por la vida esperando no toparse con mala gente. De todo corazón le deseo que esto nunca le suceda.
Italo Svevo. James Joyce. Barcelona: Argonautas, 1990. p. 62
Imagem: Paris 1929. James Stephens, James Joyce, tenor John Sullivan
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