Decir que la placenta ha acabado en los tiempos modernos en la basura, aunque sea en la basura de reciclaje, ya sería ciertamente afirmar demasiado. Porque, en el fondo, el órgano que nos prepara a empezar a contar desde dos, y a llegar hasta aquí desde allí, es algo que realmente no habrá existido jamás oficialmente en el nuevo mundo de individuos sin compañía. Incluso retroactivamente, al sujeto se le convierte en un ser aislado y se le acondiciona en su ser prenatal como un primero sin segundo. Sería fácil demostrar que el individualismo moderno sólo pudo entrar en su fase álgida cuando en la segunda mitad del siglo XVIII comenzó la general excomunión clínica y cultural de la placenta. El etamento médico oficial, como si se tratara de una inquisición ginecológica, tomó a su cargo garantizar que la recta creencia en el haber-nacido-solo se anclara firmemente en todos los discursos y disposiciones de ánimo. El positivismo individualista burgués, frente a débiles resitencias del romántico compañerismo anímico, impuso socialmente la radical e imaginaria incomunicación de los individuos en los senos maternos, en las cunas y en la propia piel. Ahora, habiéndoseles robado su segundo, todos los individuos se convierten en algo inmediato a las madres y, acto seguido, en algo inmediato a la nación totalitaria, que a través de sus escuelas y ejércitos extiende sus redes sobre los niños solos. Con el establecimiento de la sociedad burguesa comienza una época de falsas alternativas, en la que los individuos sólo parecen enfrentarse a la elección de o bien abandonarse al goce del pecho de la naturaleza o bien, en fusiones colectivas con sus pueblos, lanzarse a aventuras de poder potencialmente mortales. No en vano encuentra uno al maestro pensador del regreso a la absorbente naturaleza y al patético Estado nacional, Jean-Jacques Rousseau, como figura de portal tan cautivadora como grotesca, a la entrada del mundo estructuralmente moderno, individualistamente holista. Rousseau fue el inventor del ser humano sin amigo, que sólo podía pensar al otro complementador bien como madre naturaleza inmediata o bien como inmediata totalidad nacional. Con él comienza la era de los últimos seres humanos, los que no se avergüenzan de aparecer como productos de su medio y como casos particulares de leyes psicológico-sociales. Por eso desde Rousseau la psicología social es la forma científica del menosprecio por el ser humano.
Cuando, por el contrario, como sucede en la Antigüedad y en las tradiciones populares, se había dejado una plaza abierta para el doble del alma, los seres humanos, hasta el umbral de la Modernidad, podían cerciorarse de que no son algo inmediato a las madres ni algo inmediato a la "sociedad" o al "propio" pueblo, sino que durante toda su vida permanecen prioritariamente unidos a un segundo absolutamente interior, al auténtico aliado y genio de su particular existencia. Cuya formulación superior aparece en el mandamiento cristiano de que habría que obedecer a Dios más que a los hombres. Esto significa: ningún ser humano es un "caso", ya que cada individuo es un misterio, el misterio de una soledad complementada. En tiempos antiguos el doble placentario tambiém podía encontrar refugio con facilidad entre los antepasados y los espíritus de la casa. El medio íntimo arcaico de uno mismo procura al sujeto distancia frente a las dos fuerzas obsesivas primarias tal como se manifiestan modernamente: frente a las madres sin distancia y frente a los colectivos totalitarios. Pero cuando, como sucede en la Modernidad más reciente, el espacio-con es anulado y desechado desde el principio, al destruir la placenta, el individuo cae, cada vez más, bajo la influencia de los colectivos maníacos y de las madres totalitarias: o en la depresión, en su ausencia. Desde entonces, el individuo, sobre todo el masculino, fue empujado a enredarse cada vez más profundamente en la fatal alternativa: o el obstinado aislamiento autista o el dejarse-tragar por comunidades obsesivas - de dos o de muchos-. De camino aparentemente a la liberación personal surge el ser humano sin espíritu protector, el individuo sin amuleto, el sí-mismo sin espacio. Si los individuos no consiguen estabilizarse y complementarse ellos mismos mediante técnicas de soledad - como ejercicios musicales o soliloquios por escrito, por ejemplo -, practicadas con éxito, están predestinados a ser absorbidos por colectivos totalitarios.
Peter Soloterdijk, Esferas I. Burbujas. Madrid: Ediciones Siruela, 2003. Traducción: Isidoro Reguera. pp. 350-352.
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